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Fin de los caminos

//Mónologo escolar sobre José Miguel Carrera en sus momentos de muerte. José Miguel Carrera siempre me ha parecido uno de los personajes más interesantes de la historia chilena, y creo que es de las figuras que mejor representa el neuroticismo fundamental que (Según yo) define la experiencia de ser chileno.

Mis peticiones fueron que no se me vendaran los ojos, estar de pie, y que se me apuntase al corazón; ninguna concedida.

Ahora mismo, tan solo veo la tela que se encuentra apretada fuertemente contra mi cráneo, el interior de mis párpados, pero sobre todo, fosfenos. Formas, luces, siluetas aparecen en mis ojos, se mueven y atraviesan horizontalmente mi mirada, mientras intento levemente seguirlas con la cabeza, pero atraviesan el borde de mi ojo, se van a ningún lugar, y aparecen otras. Veo rojas, destellos rojos, naranjos, amarillos que destellan dentro de la carne de mi parpado.

El sol golpea incansablemente sobre mi piel descubierta, llega a atravesar la tela mostrándome un color indescriptible para las palabras, que se acerca velozmente a mí, me rodea, me captura, me derrota, me humilla.

Como si pudiera ver la cordillera, su silueta, acercándose, alejándose de mí. Los fosfenos se ordenan en caminos que finalizan golpeándome directo en el rostro, y pareciera como si el mundo se doblase en dos, como un papel, con la cordillera como eje, chocando mi suelo con el suelo de Santiago. Hacía abajo, puedo sentir el vértigo del cielo chileno, y puedo oír frente a mi el alzamiento de las armas en mi dirección. Mendoza se vuelve el reflejo, cómo el eco de un bello Santiago, un Santiago molesto conmigo, jalandome hacía abajo, como una madre molesta tras la fechoría de su hijo, mandandolo a su habitación.

Todo se escucha más alto, la ventisca, el desgastante, enfermante titubeo de los soldados danza por mis oídos, pero más fuerte que eso, escucho mi corazón. Un latido, dos latidos, tres latidos, antes del cuarto golpe de mi corazón, dejo de oirlo, y empiezo a sentirlo como un latido en todo mi cuerpo, de mi cerebro a mis pies. Saco pecho para hacer mi última voluntad realidad, que la primera bala entre directo en mi corazón.

Late más rápido y lo siento dentro de mí. Los destellos pasan de rojo, a amarillo, blanco y azul, amarillo, blanco y azul, amarillo, blanco y azul. Haber decorado el tiempo de esta vida con el filo, las agujas y las balas que siempre, de forma inevitable, iban a acabar clavadas en mi corazón, empujándolo violentamente hacía adentro, tras una permanente persecución desenfrenada hacía delante, arrastrándome, vino, amigos, mujeres, guerra y sangre, bandido errante por América con tal pujanza y voluntad, que con su mero tamaño se imponen desaforadamente sobre todo lo demás, visiones y colores tan vívidos que crean caminos por donde no los hay. Independencia de verdad, la fantasia infantil de nacer de la nada sin ataduras, y tocarlo todo, atarlo todo, tan vivida frente a mis ojos por un instante, se vuelve realidad golpeando, pujando, y naciendo, cubierta en sangre, llorando, gritando, pataleando, cabalgando una vida con la suficiente tempestad para matar a un caballo mientras corre, de un fulminante paro cardiaco, víctima de su propio corazón, del propio impulso, un suicidio natural, 35 años en un impulso, 35 años de un solo disparo, sin saber si mato lo que tenía en frente o no, si valió la pena o no.

Me empiezo a desesperar, no sé si lo logré, no sé si atine, no se si atravesé al cielo de mi amado Chile. En mis párpados, puedo ver a mi tan desgraciada Mercedes, atascada de este lado de mis ojos y no del otro, con mis cinco hijos como aves en tormenta, alejados de su hogar por un camino de mi creación, una ruta demarcada egoístamente por mi desenfrenado corazón, si algo pudiese hacer ahora, si algo deseo, es excavar un agujero que te lleve de vuelta a casa, guíe mi amor y sangre de vuelta a Santiago y me reivindique desde lo más sagrado de mi alma. Prendí cada incendio para abrir terreno, para abrir camino, y me quedé sin nada entonces, sin siquiera tierra que mirar, con un muro nevado y frío entre mi patria y yo, muero de este lado en nombre de lo que está del otro, viví siempre por el futuro, y hoy veo el final del camino.

Me ahoga el calor por mi propia llama, el rojo en mis párpados, frío, imagino el frío. Los moderados. Más allá de oponerme a los realistas, mi gran problema siempre fueron los moderados, veo sus indefinidas caras, sobre ellos al gigantesco pelmazo O’Higgins, escurriéndose con su falta de carácter al poder, la misma calaña de aquellos que hoy aquí me han traicionado y entregado a morir aquí, los tejedores de ilusión, estancadores de emoción, y ahora- La bala está en mi.

Las balas se incrustan en mi cuerpo, pero ninguna, ni una sola entra a mi corazón, veo azul, veo blanco, veo rojo, veo azul blanco y rojo, acelera, acelera, destellos, estrellas, luces, espectáculo, vino, amigos, mujeres, guerra, sangre, Dioniso, y caminos, rutas de sangre que me guían de vuelta al poder, la cima de la cordillera, tan lejos, pero yo, fuera de mi cuerpo, estoy encima. Un balazo en mi ojo que atraviesa la venda me deja ver un camino de claveles gigantesco que atraviesa la cordillera y me lleva de regreso, un rojo tan intenso que se posa sobre mi bandera, y no tarda en llegar la bala a mi corazón, un púrpura sobrenatural, una herida que no cierra, y brilla, y brilla y brilla, manantial morado en mis ojos ensangrentados, que se extiende como un río a través de los claveles y atraviesa la cordillera, Caronte me tiende la mano, y veo un vivido, casi real Santiago, con torres, torres, veo torres, caminos hacía abajo con luces que conectan todos los senderos, y aún más claveles por todo el subsuelo, doblan el mundo como un papel con información impresa en él, caigo por debajo de la silla, atravesando el reflejo, a la biblioteca nacional. Veo a mis hermanos de piedra en el suelo, mi corazón sangrando, mis ojos abiertos, de pie, y muero por la libertad de América.

-Benjamín "Ben Blink" Carvajal