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Semáforos Chilenos

//Escribí este cuento para un trabajo estudiantil sobre Santiago. Censurare ciertos detalles por privacidad excepto los que son innegablemente importantes para el punto del texto. También incluye fragmentos de texto que luego fueron usados en el vídeo "Adolescencia de Negación", por si los llegan a reconocer.

En Santiago, a nadie le agrada la idea de estar hecho de asfalto, nadie quiere ser lo mismo que pisa con sus pies. Al caminante santiaguino, le gusta estar, naturalmente, por sobre el suelo. Tenemos aspiraciones a fantasmas del mundo, a atravesar sin tocar y a tocar sin ser vistos, y lo que sea que está sucediendo en Avenida Providencia, es, sin duda, una marcha fúnebre, pasando constantemente, dirigida como orquesta por una serie de edificios descuidados cuyo valor se ha contraído hacía adentro.

Es un epicentro del santiaguino donde se lo puede apreciar de la manera más variada, infantil, juvenil, adulto, adulto mayor, y lo que todos comparten, es que nadie está ahí por lo lindo del paisaje, ni por sus pares santiaguinos.

Llegan desde o en dirección del mall Costanera Center, vecinos del sector o brotan desde el metro, el cual es conocido por sus “inacabables sonrisas” e “increíble compañerismo” que todos sentimos y el no-miedo del otro, todo acompañado de sus increíbles luces frías que ayudan al santiaguino a estar despierto, alerta, y productivo, como debe de estar para llegar donde debe de estar.

De mañana a mañana este espacio se comporta como alcantarillado emocional del baño que es Santiago. Uno baja por las calles cómo si fuera un desecho humano y estuvieran tirando la cadena, sin detenerse y sin mirar, empujado por el agua y dirigido a algún otro lugar. Un glorificado pasillo sin techo donde vas a buscar tipos de cables de los cuales Dios se ha olvidado, y donde de todas formas, todas las tiendas poseen el mismo catálogo de artículos.

Entre el asfalto y las personas existe una sensación generalizada de apuro, de angustia. El cajero del Burger King tiene cara de que si aparece otro cliente que pidió una hamburguesa sin queso y se la entregaron con queso, va a sumergir la cabeza en la freidora junto a las papas fritas, la señora de pasillo 5 zapateria parece estar al borde de sacar los cordones de alguno de los zapatos para estrangularse hasta morir, el grupo de personas caminando frente a ti camina de manera horizontal evitando que puedas adelantarlos, hay un evangelico gritando en la calle, una señora te miro feo, hay un hombre llorando en su auto, el señor de la impresora a color te pide que pagues en efectivo, no puedes hacer un trámite en el banco porque no te capta la huella dactilar, entre otras experiencias que generan frustración, parecen definir la sensación de ser un transeúnte.

La inutilidad de las cajas amarillas bajo los semáforos se vuelve burlesca y el semáforo se ríe de ti, la gran torre del Costanera se eleva sobre ti, y de repente, como si nada, el mundo es tu enemigo. Y te separas de él, y escribes de él en tercera persona, cómo un fantasma colgando sobre la tierra intentando reelaborarse en algo más, luchando contra el asfalto del cual está hecho su espíritu.

Reiteradamente vivo regresando ahí, no compro ni consumo nada, pero camino. Más bien, pedaleo, me grito con taxistas y levanto dedos del medio por ningún motivo real más que el de moverme por ahí y de cierto modo palpar el mundo. Después de un tiempo andando en bicicleta más que caminando, uno toma cierta “mentalidad de bicicleta” al ser un peatón, lo que significa estar esquivando peatones con 2 cuadras de antelación y pidiendo perdón si se pasa muy cerca de la gente. Esta experiencia también incluye escuchar esa canción de Freddy Turbina en 31 Minutos donde canta sobre sacarle las rueditas a su bicicleta y esa es una de las cosas más personales que admitiré en un trabajo de lenguaje.

Después de tanto ir y venir por la Avenida Providencia he de admitir, un tanto vergonzosamente, que le he tomado cierto gusto a la sensación de “violencia” que me transmite. Reiterando, uno no se quiere sentir parte de los peatones, por lo que esquivarlos y mantener disputas rápidas con ellos, cruzar las calles en rojo, y mirar fijamente a gente intoxicada para que te insulten y poder responder con palabras que si tu abuela pudiera oír serías desheredado, le genera a uno la ligera y falsa sensación, de estar domesticando el mundo. La velocidad de una bicicleta genera anonimato y el viento se siente como libertad.

Hubo un tiempo donde en mi trayecto regularmente subía en dirección a un barrio cerrado que queda entre Providencia y Las Condes, que está sobre una colina considerablemente alta en una calle llamada “Las Penas”, y bajo a toda velocidad, cantando a todo volumen (el que puedo alcanzar sin perder el control de la bicicleta y morir tontamente), y saludando a los transeúntes. No suelo recibir respuesta, ya que no suelen darse cuenta, pero si recibo sus miradas suelen ser de confusión u ocasionalmente una sonrisa. Repito esta actividad con la suficiente frecuencia para sentir que esta gente de alta estirpe social en su barrio aislado del mundo me tienen identificado, (Sus perros definitivamente me odian de forma pasional.) pero realmente no estoy haciendo nada ilegal así que, preferiblemente que aguanten mis cantos sin aire y “yujus”, nadie los mandó a vivir en una calle que se llame “Las Penas”. Los meseros y esa gente que se para fuera de los hoteles de lujo parecen contentos de que les digan que hacen un buen trabajo.

Sobretodo quiero un terremoto. No apoyando la destrucción, pero necesito un sismo. Chile es un país sísmico, pero también es un país angosto. Muy angosto, angosto angosto angosto. A veces, pareciese que ni aunque todo cayera al suelo, e hiciéramos todo de nuevo, fuéramos a dejar de estar arrinconados. No parece que podamos salir de nuestro lugar, apretujados entre la costa y la cordillera. Constantemente escucho de extranjeros que sienten que el chileno es frío. Que ellos, celebran la navidad sin tapujos, gritando, saltando, bailando, y en la calle, y que al ver la navidad aquí, nos ven a todos nosotros, encerrados en apartamentos. Callados después de las dos de la mañana. Me gustaría ver el mundo del que ellos vienen y la hermandad y pertenencia que sienten ante sus países a pesar de cualquier situación económica-política. Porque se sin mucha duda de que si fuera a otro lugar no creo extrañar muchos aspectos de la mundanidad chilena.

Quizá el problema que estamos viviendo no es (tan solo) la delincuencia. Sino que el chileno tiene miedo. Hay una memoria generacional de obediencia. De sumisión. Y sobre todo, un profundo terror ante la idea de perder lo que ya tenemos. Amamos el semáforo, el semáforo nos crió y nos dijo que hacer, y cuando lo obedecemos ganamos y podemos estar tranquilos. Si obedecemos nada nos puede atropellar, nada puede salir estrepitosamente mal, y tenemos asegurada una trivialidad que se siente segura. Cómo si el tiempo no fuese a avanzar y como si fuera hasta preferible que la luz nunca se torne verde.

Y al final, la escena que se crea es un atardecer rojo que se posa como un domo sobre el agujero que es Santiago, la luz cálida llega hasta la mitad de la bajada de las escaleras del metro y se empiezan a distinguir las 6 mismas estrellas que brillan todas las noches sobre Santiago. Los patios de comida continúan con normalidad. El semáforo queda en rojo, arriba, y abajo, y a los lados y a su alrededor. De su desgastadas luces led brotan copihues, los que, cómo su naturaleza dicta, crecen mirando hacia abajo. Como si estuvieran aterrados de algo desconocido, un neuroticismo chileno peculiar, el que adoptamos como identidad de la nación donde la tumba será de los libres.

Como si, para y por siempre, fuéramos a estar colectivamente presos al destino, para siempre, escuchando las voces de Los Prisioneros, y secreta, profunda, casi enfermizamente, no quiero cambiar la canción. No quiero vivir sin la adrenalina del sismo, sin el calor del incendio, sin estar corriendo hacia las alturas para evitar el tsunami, sin que las palabras salgan en contraposición a las dos manos en mi cuello. Sin un mundo desafiante. Porque privadamente se que si el asfalto no está intentando constantemente destruirme de algún modo, si no se presenta como una fuerza desafiante, yo tampoco tengo a que oponerme. Y en ese punto soy tan chileno como el resto de los fantasmas y los fantasmas como yo, y el asfalto como yo y el semáforo también.

Entonces saltó a la cama, y duermo sonriendo, con un techo entre yo y las estrellas que nunca son suficientes. Despierto otra mañana más y desaforadamente regreso a ver la gran torre Santiago. Miro desde abajo paralizado como un ciervo mira las luces de un auto antes de ser atropellado, y me acerco, y me acerco más y miró hacía arriba directamente desde abajo, a metros de la pared del rascacielos. Y, como alguna clase de catolico arrepentido, siento vértigo, vértigo mirando hacía arriba. Mi madre siempre decía que el mar era traicionero y por lo tanto no había que darle la espalda, y yo sentía miedo de lo grande que era el mar y lo pequeña que era la playa a comparación. No había vuelto a sentir ese miedo ante la monumentalidad de algo hasta estar ahí, bajo la torre. Hazaña humana terrifica, y en señal de tregua, toco el muro exterior de la torre, y por un minuto, el mundo se quedó en paz. La persecución llegó, por un momento, a su final. Y a final de cuentas yo era el asfalto y la calle y la calle y el asfalto eran las piezas que me conformaban y por ese momento ya no andaba de gitano por ahí.

-Benjamín "Ben Blink" Carvajal